18 de septiembre de 2013
         Tomi pensó que su casa era bastante típica, era el máximo exponente de la vivienda obrera de suburbio del Siglo XXI. Casi como una conspiración, ¿no? El típico tío llamado Tomás, que vivía en la típica casa en La Salud, nombre, por otro lado, bastante irónico. Le parecían curiosos algunos nombres, a Tomi. ¿La Salud? No muy salubre, ¿El barrio de la Alegría? Joder, que no le hicieran hablar de eso...

         Se estaba perdiendo, ¿en qué pensaba? Ah sí, ya. La manida conspiración que a veces elucubraba. Le ocurría sobretodo en momentos como aquel, cuando desde la calle miraba su pequeño balcón. Era un segundo piso. El balcón, estrecho, parecía incrustado en una esquina de la casa: Una balaustrada de plástico opaco que imitaba cristal, reforzada con rejas, clavado todo en ángulo agudo entre dos paredes exteriores que distaban metro y medio la una de la otra, la reja era tan alta que impedía asomarse para mirar. La pintura exterior del edificio era gris, pero daba la impresión de haber sido de un azul vivo y alegre en algún momento, alrededor de los ochenta probablemente. Los balcones se amontonaban uno encima del otro casi aplastándose, negándose la luz, hasta perderse en la neblina que ocultaba los edificios más allá del décimo-primero.

         Él había puesto plantas. Un par de maceteros de barro cocido rojos, sucios, albergaban unos helechos mustios y amarillentos que daban un toque de alegría al pequeño balcón, tan estrecho que ni siquiera podía meter la bicicleta. Lo había intentado una vez, luego había tenido que dejarla en la calle y se la robaron.

         Alguien rompió una botella contra el asfalto, se alzaron los gritos. Tomi se encogió en el muro junto a la calle y miró para otra parte. En el bar de en frente, uno de esos bares que siempre estaban abiertos y olían a puro y a cerveza, dos tipos estaban ajustándose las cuentas. “Probablemente por alguna discusión de futbol, pobres hijos de puta” pensó él, apuró otra calada de su cigarrillo y se miró la mano temblorosa. No le gustaba estar en la calle, la calle daba asco, era triste, los edificios de balcones estrechos y paredes grises parecían inclinarse sobre él, sepultarlo y ocultar todo lo demás de su vista. Los cables negros y pardos se enredaban entre los aparatos de ventilación oxidados y crecían como lianas sobre su cabeza... era deprimente.

         Jimmy Jazz apareció por el lado opuesto de la calle, desde la oscuridad (aquel tramo de farolas llevaba sin arreglar desde el año pasado) con una sudadera negra y la capucha sobre la cabeza, pese al calor. Llegaba tarde, el cabrón. Tomi quiso decirle algo, pero la euforia de verle le quitó toda actitud crítica.

―Tomi, amigo, ¿qué tal? Perdona por tardar, pero la policía está un poco paranoica últimamente, que cosas―miró la pelea, sus ojos brillaron por un segundo reflejando la luz de un cartel halógeno―Y estarán aquí en seguida, pero esos les distraerán.

         Jimmy Jazz era un camello de poca monta, uno de esos amigos que ves cuatro años después de dejar la secundaria y de pronto está pasando dextroanfetamina. Bueno, igual no era una historia tan común en otras partes, pero en los barrios obreros de la capital parecía de libro. A Tomi su mote le parecía una mierda, pero no le gustaba que le llamasen Pedrito en público.

―¿Cuanto quieres, coleguita?―sacó una bolsa de plástico repleta de pastillas blancas pequeñas, sin marca, y adoptó una expresión extática―Estas son geniales, se las pillé a un tío de Estocolmo, en el Sur... nunca he probado nada igual...

         Tomi le miró, sonriendo. Ya claro, el capullo seguro que ni las había probado, ¿Estocolmo? ¿Qué sería lo próximo? Todos los camellos tenían algo de embaucador, obviamente, y Jimmy Jazz, Pedrito, no era distinto. Pero era un colega, pasaba a buen precio y no te la jugaba demasiado, sería incapaz de vender tu pellejo a un precio bajo, y eso era algo difícil de decir de otra gente.

―Déjame quince pastillas―Tomi sacó un billete arrugado de cincuenta―fíame los otros cuarenta.

         Jimmy Jazz pareció pensárselo un segundo, después asintió y colocó de nuevo su sonrisa de vendedor de enciclopedias. Asintió y le dio a Tomi quince pastillas. Dos de ellas fueron directamente a la boca, los músculos de su cuerpo dejaron de temblar por placebo, el químico aún no le había llegado al cerebro, pero el estímulo le decía que ya faltaba poco. A su organismo ya no le hacía falta torturarle con el síndrome de abstinencia. La extorsión de su cuerpo se había calmado por otras cinco horas.

         Ambos miraron a la pelea, que ya había atraído a una multitud de curiosos y amigos de cada bando. Desde los balcones más bajos, estrechos, la gente se asomaba en silencio. Él quiso estar así, asomado en silencio desde su estrecho balcón, de puntillas para poder ver a la calle. Tomi desapareció sin despedirse y fue hasta el portón enrejado, apartó la basura y las cucarachas y se perdió en el interior.

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         Puta droga cara, aquellas pequeñas pastillas le arrancaban prácticamente todo el sueldo que no se dejaba en comida, a veces incluso le hacían comprar menos comida. Sostuvo una pastilla en alto, contrastándola con la luz azul fluorescente del techo de su habitación. ¿Por qué tomaba aquella mierda? Le tranquilizaba, le hacía sentir bien y eufórico.

         Probablemente, si su vida no fuera un desastre, no las tomaría. Dejarlas sería tan fácil como dejar de comer sopa de lata y pasta instantánea. Rodó de la cama y se incorporó desde el suelo en un movimiento lento, tuvo que esperar a que el mundo dejase de girar para andar hacia la estrecha ventana del dormitorio. Si se asomaba por encima del aparato de aire oxidado lleno de plumas y mierda de paloma, y miraba en el ángulo correcto entre la rendija formada por dos edificios de la barriada de en frente, podía verla...

         La ciudad, la auténtica ciudad, no los barrios. La ciudad con sus luces brillantes, y el reflejo del muelle en el agua, los altos edificios conectados por pasarelas. Lo que no podía ver eran los controles policiales en las calles de acceso, ni los bastardos pomposos que vivían en aquellas construcciones limpias y nuevas. Esa era la única forma de ver la ciudad y que fuera hermosa, sólo veía los brillos, y nada de lo oscuro.

         Una vez un tipo que trabajaba cambiando cristales le había contado que los edificios eran tan altos que sobrepasaban la capa de niebla y polución, y allí arriba habían azoteas y terrazas con parques, y los edificios se conectaban unos a otros por pasarelas que hacían de calles. Era una ciudad sobre una ciudad. Allí la gente no tenía que vivir sepultada por el cemento, y seguro que nadie se abría la cabeza a botellazos por un Tenerife-Las Palmas.

         Sí, exacto, él no era un tipo vago, ni un auténtico drogadicto. Tomi se drogaba porque era la única manera de hacer aquello soportable. Si dejaba de estar intoxicado las horas que no curraba en el bar empezaba a ver las grietas de las paredes, y a ser consciente de que la mitad de sus amigos habían muerto. Sobrio veía la despensa casi vacía, e incluso entendía las noticias, y ninguna de ellas era buena nunca, nunca... joder. Más gritos en la calle, y las sirenas de la policía.

         Él no era un tipo vago, ni la gente del barrio. Sólo intentaban sobrellevar aquello a su manera, intentaban tener su ciudad sobre la polución del cielo, como buenamente podían. La mayoría se lo curraban y lo soportaban incluso sin pastillas, le daban al futbol, algunos incluso a la esperanza. Setecientos euros en pastillas al mes no era un alquiler tan caro para hacer soportable la vida. Si por él fuera conseguiría un trabajo de verdad, pero no había manera. En la mitad de las entrevistas le echaban por el acento, en la otra mitad por no tener un título... ¿Y cómo se pagaba uno un título de cincuenta mil al año con un sueldo de quince mil? Respuesta corta: No se lo pagaba.

         Tenía que tener cuidado, de una u otra forma con cada nueva pastilla se notaba una milésima más cerca del colapso. Un buen día, tal vez mañana o tal vez dentro de cuarenta años, su cerebro diría basta. Las conexiones de neuronas se cortocircuitarían y sus recuerdos, vivencias, todo lo que era Tomi, desaparecerían engullidos por valores binarios bioquímicos cambiantes, o acabarían deformados creando un mundo irreal imaginario, una sombra del auténtico. Inevitable, algún día su cerebro acabaría destruido por lo mismo que le ayudaba a posponer el suicidio.

         A veces Tomi, entre bajona de una pastilla y antes del subidón de la siguiente, se decía que cambiaría su suerte. Un buen día conseguiría un trabajo decente, dejaría el maldito bar. Se veía a sí mismo yendo a trabajar vestido con un traje muy caro, sonriendo y bien afeitado, y sin ojeras. Sobre todo se veía a sí mismo sin el mono, pasando las noches bebiendo vino sentado en un sofá caro, viendo desde la enorme cristalera de su ático los brillos de su lado de la ciudad y sintiendo una lástima hipócrita por las zonas oscuras y hundidas en el humo gris. Quizás en la escena del vino estaría charlando con alguna chica, una compañera de trabajo, bien vestida y sin la voz ronca de fumadora.

         Sí, algún día lo conseguiría, de alguna manera. Mientras tanto controlaría un poco con las pastillas, sólo las suficientes, las suficientes para que no le temblara todo y para que fuese la vida un pelín soportable. En el fondo, además, las alucinaciones sutiles y el bienestar artificial no estaban tan mal.
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         Le dolía la cabeza todo el tiempo. Un dolor agudo, resaca del vodka barato constante. Pero no podía ser la resaca, porque Tomi no recordaba haber bebido. Jimmy Jazz, el tipo ese tan raro que había estado con él en el instituto... ¿cómo era su nombre? Jimmy... Jimmy Jazz, como la canción de... Tomi estaba seguro de que alguien había hecho una canción sobre Jimmy Jazz, el simpático camello de La Salud. Pues Jimmy Jazz acababa de darle las cuarenta pastillas para tirar un par de días.

         Se sentó en el sofá viejo del salón. Desde la ventana del balcón le llegaba la algarabía habitual del bar. Al mirar hacia el ruido Tomi se fijó en las dos macetas con los helechos desecados y muertos. Le gustaba su balcón, pero tenía la sensación de que era demasiado típico, siniestramente convencional. Cada vez que en el periódico aparecía una foto de algún suceso (un asesinato, un robo o cosas así) Tomi la recortaba si se veía algún edificio con balcones de fondo. El pequeño salón estaba repleto de fotografías recortadas, y él sabía que estaba a punto de conseguir datos suficientes como para empezar a distinguir el patrón en los balcones...

         Tres pastillas, de golpe, y un traguito de vodka para lidiar con la resaca. Tomi se hundió en el sofá y sus manos arrancaron nerviosas pedacitos de la gomaespuma que se escapaba por los rotos de la tela estampada. Necesitaba el subidón, o volvería a pensar en el teléfono que le habían robado, en el sueldo que le volvían a rebajar.

         Jimmy... Jimmy Jazz, alguien tenía que haber escrito una canción sobre él, el tipo se la merecía. Empezó a tararear en su honor. Era buena gente, igual que él. Le asaltó un mareo y las hojas de periódico recortado empezaron a moverse agitadas por el viento, Tomi sintió la brisa, deleitándose con su frescor por un buen rato. Alguien gritó abajo, en el bar, Tomi miró por la ventana del balcón, estaba cerrada.

         “Ya ha pasado” pensó, casi pudo sentir las chispas en el cerebro, el cortocircuito primigenio. Su propia cabeza se lo dijo todo, así iba a ocurrir:

         <<(Con voz de académico) En primer lugar el cerebro saturado de droga de Tomi le devolvería una alucinación subjetiva sobre su propio e inevitable destino. Después un cortocircuito básico, provocado por algún tipo de disociación cognitiva que probablemente ya llevaba un tiempo sufriendo pero era incapaz de detectar, le saturaría un canal lógico de los muchos de su cerebro.

         Pero sólo hacía falta ese pequeño problema, los demás canales lógicos intentarían compensar, también saturados de droga y maltratados durante años. Entonces no podrían resistir el esfuerzo e irían quemándose uno a uno. Poco a poco Tomi se desvanecería hasta dejar de ser Tomi, pero no dejaría de meterse pastillas, ni de ir a trabajar como un autómata, se limitaría a alucinar sobre su propio final, narrado con la voz del doblador de Morgan Freeman, y continuaría su existencia.

         Sólo cuando Tomi estuviera tan jodido como para no ser capaz ni de ir a trabajar alguien daría cuenta a los Servicios Sociales, si no se moría antes de frío, o de hambre. Entonces Tomi terminaría sus días en algún aula de colegio reconvertido en centro de adictos, pero ya haría mucho que no sería Tomi. (Fin de la narración)>>

         ¿Pero en que estaba pensando? Aquella era una de las paranoias dignas de contar a sus amigos en el curro. Tomi no se estaba volviendo loco, ni se estaba yendo a la mierda... De hecho ni siquiera era un drogadicto en el sentido ortodoxo de la palabra. No, que va, él sólo intentaba tirar para adelante.

         Un día, un buen día, cambiaría su suerte. Conseguiría un trabajo decente, dejaría el maldito bar. Se veía a sí mismo yendo a trabajar vestido con un traje muy caro, sonriendo y bien afeitado, y sin ojeras. Sobre todo se veía a sí mismo sin el mono, pasando las noches bebiendo vino, sentado en un sofá caro, viendo desde la enorme cristalera de su ático los brillos de su lado de la ciudad y sintiendo una lástima hipócrita por las zonas oscuras y hundidas en el humo gris. Quizás en la escena del vino estaría charlando con alguna chica, una compañera de trabajo, bien vestida y sin la voz ronca de yonki.

         Sí, algún día lo conseguiría, de alguna manera...